Jaime Garzón ¡Regáleme una sonrisa!

Jaime-Garzón

Dieciséis años, dieciséis ya.

Llevaba yo un poco más de seis meses viviendo fuera, en un exilio no forzado y buscando lo que no se me había perdido. Hablaba regularmente con mi familia en Colombia y vivía (aun lo estoy) al tanto de lo que pasaba en el país: comenzando por la novia que había dejado, pasando por la actualidad deportiva y sobre todo por esa estela nauseabunda que representaba la política y lo que se prefiguraba en el horizonte: el advenimiento de la derecha pura y dura a la cabeza del poder en Colombia tras el fracaso de los diálogos del Caguan y el comienzo del Plan Colombia.

No acostumbraba recibir llamadas, menos aún a aquella hora: la mañana colombiana es la tarde de por acá. Y sonó el teléfono como ave de mal agüero… Del otro lado de la linea la voz de mi papá sonaba confundida, acongojada:  – Hijo, mataron a Jaime Garzón…
Apenas recuerdo el resto de la conversación, sólo sé que fue mi papá quien me anunció la noticia, sólo recuerdo que en aquel momento supe (aún sin tener plena consciencia) que jamás volvería yo a vivir en Colombia. Y lloré, largas horas.

La muerte de Garzón, de Heriberto, Dioselina, Néstor Elí, Jon Lenin… la muerte de Jaime Garzón fue para nosotros, para los colombianos (y me atrevo, con el plural,  a tomar la voz de mis contemporáneos) como si nos hubiesen quitado a un miembro de la familia, como si nos hubieran matado a un tío, a un amigo, un vecino. El dolor de su ausencia es solo comparable al que dejan los buenos y viejos amigos.
Y me pregunto: ¿por qué? ¿qué hizo que Jaime Garzón, un tipo que sólo conocíamos, la mayoría, mediante el tubo catódico de la televisión, se volviese un ser entrañable para nosotros?

Sí, claro, la tele, lo famoso y conocido que era… Aunque famosos ha habido miles. Y a ninguno el pueblo le reservó semejante despedida.
Me arriesgo a explicar la razón, quizás para mí la más importante: A Jaime siempre, casi sistemáticamente lo veíamos por la tele riéndose, como mínimo sonriente y casi siempre soltando sonoras carcajadas…  Esa risa, sumada a la popularidad innegable de Heriberto, el lustrabotas convirtieron a Jaime en lo que decía más arriba: un miembro más de nuestras familias.

El impertinente que se atrevía a preguntar y decir aquello que la gran masa de gente pensaba y no podía ni decir ni expresar en medio alguno. El lenguaraz que, apartándose de la hipocresía tradicional de los medios, utilizaba las palabras correctas (a veces las groserías son más pertinentes que cualquier otro adjetivo o adverbio) para denominar algo o llamar a alguien por lo que realmente era: un güevon, un hijueputa, un malparido. Pero, sobre todo, y lo dijo alguna vez él mismo, el que nos lograba hacer ver que era más escandaloso encontrarse a un niño pidiendo limosna por la calle que ver a un lustrabotas echando la madre por la televisión.

Pero ganaron las balas, ganó esa intolerancia que tanto le dolía y que de manera tan vehemente criticó en sus conferencias. La muerte de Jaime, hoy en día, no pasaría de una anécdota; sí, quizás causaría estupor, un malestar general. Pero ese país que unánime clamó por su muerte, ese país al que aún le quedaba un atisbo de dignidad y de esperanza hoy ya no existe. Ese país que había aprendido, con él, a reírse de sí mismo, se murió ese 13 de agosto. Lo mataron quienes sabían muy bien lo que hacían. Lo lograron.

Por eso hoy tenemos diez mil programas de radio y televisión con decenas de debates en los que todo el mundo se da palo y nadie, muy pocos se ríen, nadie se burla, nadie critica, sólo hay ruido.
Por eso el paradigma actual del humor en radio es algo tan pobre como la Luciérnaga; por eso volvimos a los jueguitos de voces impostadas y retruécanos, a ese humor chabacano y ramplón; por eso nadie se atreve a reírse de los poderosos: aún tenemos miedo.

Como en el cuento aquel que dice que si Jesús viviese hoy otra vez lo volverían a crucificar, y quizás hasta con más ganas; hoy yo vería a Jaime muerto y a la gente preguntando: ¿este era uribista o era santista? vociferando sin rubor, como tanto lo hacen desde hace tanto tiempo: «Si lo quebraron por algo sería…»
Ya lo afirmaban hace 16 años, aquellos mismos que le pidieron el favor a Castaño y luego mancillaron póstumamente su honor: no les bastó con matar al hombre, había que destruir igualmente su legado…

Ganaron los hijueputas, Jaime.

Hoy nosotros seguimos llorando a ese amigo que se fue, a ese que quería «morirse de manera singular».

Y hasta aquí los deportes. ¡País de mierda!

Deja un comentario