Germania (Una ficción)

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Íbamos por Chapinero, cerca de la 63 con 13, entre moteles y tiendas de repuestos electrónicos para reparar aparatos. En la época aún existían los dos cines emblemáticos del barrio, el Ástor y el Róyal Plaza, allí nos llevaban a ver cine mis papás: andábamos tarde en la noche tras la función de 9 y después de pasar por el Carulla del barrio a comprarle una ensalada a mi mamá nos tocaba coger taxi para volver hasta el norte. Aún no existía Transmilenio. Aún los taxis eran negros. Nunca tuvimos carro.

Iba de la mano de mi papá, andando a su ritmo, corriendo a su paso. Siempre me impresionó esa mano poderosa, esos antebrazos llenos de venas y de músculos, esos dedos gruesos y a prueba de machucones y dolores. Y me gustaba al tiempo que me llevara de la mano, ahí era suave, aunque me llevaba rápido por las calles no apretaba muy fuerte, mi pequeña mano (que nunca creció mucho y que no ha logrado jamás tener tanta fuerza) se sentía segura y protegida entre la suya.

Andábamos hacia el sur, hacia el pasaje Libertadores y luego a hacer un domicilio: mi papá reparaba televisores, radios, lavadoras… hasta submarinos creía yo que era capaz de arreglar.
Acababa de comprar un repuesto y teníamos que ir hasta el centro, a yonosedónde a comprar más integrados y circuitos impresos y yo sentía ya un dolor en el bajo vientre, una urgencia que se avecinaba… Subimos entonces a la séptima y tomamos la buseta, la Germania que nos dejaba cerca de la 19 con 8. Y recuerdo con nitidez como los brazos, las manos poderosas de mi papá me levantaron encima de la registradora y cómo aterricé como por arte de magia del otro lado, mientras que él pagaba el pasaje y se sentaba a mi lado.

Quedé del lado de la ventana, sintiendo el frío del cuero de la silla veía como los vidrios comenzaban a empañarse por dentro, a mojarse parsimoniosamente por fuera: llovía en Bogotá, eran más o menos las 5. Recosté la cabeza en el brazo de mi papá y sentí que comenzaba a dormir, pero la urgencia en mi vientre se acrecentaba a cada instante. Y no osaba decir nada por no importunarlo. Cerré muy fuerte las piernas y me apreté aún más fuerte a su brazo, disimulando con todas mis fuerzas. Noté que miraba fijo hacia un lado, que sostenía la mirada en algún lugar que yo no alcanzaba a divisar, sonreía.

La cuidad ya casi a oscuras desfilaba por la ventana y mis dedos tocaban el cristal húmedo mientras intentaba pensar en otra cosa. Mi papá no dejaba de sonreír y la buseta no paraba de saltar mientras que el sonido ahogado de la radio castigaba el ambiente. No aguantaba más, empezaba a sudar y la frente se me llenó de repente de gotitas pequeñas y frías. Apreté con fuerza la mano de mi papá y le pedí que nos bajáramos, le dije, un poco asustado, que necesitaba ir al baño, que tenía muchas ganas de hacer pipí. Sorprendido se giró hacia mí y me miró fijamente, invadido de repente por la cólera:

– ¡Chino güevón, le dije que me dijera si tenía ganas de ir al baño cuando estábamos en Chapinero, ahora se aguanta, por pendejo!

Se volteó de nuevo y noté que miraba otra vez hacia el mismo lugar, como disculpándose con la sonrisa. Una sonrisa entre tonta e inocente, ahora que lo pienso.
Apreté todavía más fuerte las piernas, pero sentía que me dolía todo el cuerpo. Empecé a temblar.

Mi papá, al notarlo, lanzó un ronquido de ira… -este chino malpar….

Y de nuevo volví a sentir como unas manos me alzaban y me llevaban hacía la parte de atrás de la buseta. Me hice un ovillo buscando protegerme en sus brazos pero estos estaban rígidos y ya no acogían mis manos como cuando andábamos por la calle. Escuché, con los ojos cerrados, el timbre que le anunciaba al chofer la parada y unos instantes después cesó el movimiento. Sentí que las manos me soltaban de pronto y que mi cuerpo se precipitaba hacia el pavimento, en algún lugar entre la 26 y la 19.

Me levanté temblando, sintiendo que mi cuerpo se relajaba y que ya no había solución ni vuelta atrás: mi papá estaba frente a mí, impotente y ciego de rabia. Intentó tomarme de nuevo de la mano para llevarme hacia algún lugar en donde pudiese bajarme los pantalones y vi, de repente, sin previo aviso, como su cuerpo se iba de bruces contra el asfalto…

Mientras caía iba viendo como su cuerpo se hacía pequeño y se afilaba, como si todo pasase en cámara lenta y mi perspectiva fuese variando de posición. El panorama había cambiado repentinamente y mi cuerpo lo veía todo desde más arriba, me sentí más pesado de un golpe. Volví la mirada y vi a mi padre que yacía en el suelo ¡llevaba tan poco pelo! ¡su mano era tan pequeña, tan frágil! Le ayudé a incorporarse e increíblemente, para mi completo asombro y estupor, vi frente a mí a un anciano, mucho más pequeño que yo.

No entendía muy bien lo que intentaba decirme, mascullaba las palabras entre unas encías sin apenas dientes. Aproximé mi oído y comprendí finalmente lo que trataba de comunicarme:
– Perdona hijo, no me pude contener, volvamos a casa que no quiero que me vean…

Levanté el bastón que asomaba al lado de sus pies y se lo pasé mientras que, de reojo, comprobaba la mancha en sus pantalones de pana marrones.
Se apoyó suavemente a mi antebrazo y despacio, a su ritmo, entramos de nuevo al edificio.

La noche había caído en Bogotá. Distrito Capital.

 

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